sábado, 1 febrero, 2025
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La casa de Oliverio Girondo y Norah Lange, el refugio de las vanguardias del siglo XX

Oliverio Girondo y Norah Lange

Suipacha 1444. Una casa anónima, sin indicaciones ni placas de bronce —fueron robadas en la pandemia—. De afuera es como aquella casa “vieja, revieja” de la que hablaba Manucho Mujica Lainez. Un vestigio de una Buenos Aires pasada, un recuerdo que persiste como puede al lado del elegante Museo Fernández Blanco. Suipacha 1444, y sin embargo. Ahí vivieron Oliverio Girondo y Norah Lange; por ahí pasaron Federico García Lorca, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Xul Solar y tantos otros escritores y artistas que hicieron del arte una vanguardia del siglo XX.

Tiene tres plantas, una terraza donde se hacían las tertulias y un patio que hoy está encajonado por los altísimos edificios que la rodean, donde algunas veces se presentaban las compañías de teatro. Hoy es una casa en peligro. No solo es el polvo acumulado, la pintura descascarada y los quejidos de la escalera de madera. Es, sobre todo, una estructura que se resintió por los años de abandono sostenido que la dejaron al borde del derrumbe.

El origen del romance entre Oliverio y Norah tiene una anécdota muy transitada, con Borges como tercero excluido. Quizás sea un mito. Un sábado de noviembre de 1926 se hacía un homenaje a Ricardo Güiraldes, por la publicación de Don Segundo Sombra, en la Rural y hacia allá fueron los grandes escritores de la época. Fue al mediodía, por eso Norah pudo ir: la madre no la dejaba salir de noche —tenía 21 años—. Dicen que Borges había arreglado todo para sentarse junto a ella, pero el que ocupó ese asiento fue Oliverio Girondo. Ella volcó una botella de vino y él le dijo una frase no demasiado sagaz pero con mucho carisma, y ella supo en ese mismo momento que estaba enamorada. Irrevocable, irremediablemente enamorada.

Suipacha 1444, la casa de Oliverio y Norah

El de Norah y Oliverio fue uno de esos amores que cualquiera querría contar, cualquiera querría vivir. Él ya era reconocido como el autor de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía; ella era la promesa de una nueva poesía. Parece increíble, pero hasta ese día nunca se habían visto. Participaban en reuniones culturales, tenían amigos en común, escribían en revistas —escribían en la misma revista—, y nunca se habían visto.

El amor fue así de inmediato, pero Oliverio tenía que viajar a Francia —se dice que iba a terminar una relación— y Norah debió hacer virtud de la paciencia. No fue a verlo ni siquiera cuando viajó a Oslo para conocer a la hijita de su hermana Ruth. De ese viaje quedaría la novela autobiográfica 45 días y 30 marineros y una foto inolvidable de la presentación, con Norah disfrazada de sirena, Oliverio de capitán y los amigos —Neruda, Conrado Nalé Roxlo, Evar Méndez, Emilio Pettoruti— vestidos de uniforme blanco y celeste.

Se mudaron a la casa de Suipacha en 1934. Todavía no estaban casados, lo que para la época representaba un escándalo de magnitudes. Sin embargo, la madre que no la dejaba salir de noche entendió que esa era la vida que había elegido su hija. Norah alternaba entre la casa de Oliverio y la de su madre. Se casaron nueve años después. Difícil imaginar que ese matrimonio haya tenido momentos de infelicidad. Debieron haber tenido discusiones como todas las parejas, pero, aunque no se lo propusieran, eran una pareja única. Jugaban a llamarse “Noraliverio”. Uno era el primer lector de la otra y viceversa. Él le había mandado a hacer una bandeja para que ella pudiera escribir desde la cama como le gustaba.

Cuando publicó «Espantapájaros», Oliverio Girondo mandó a hacer una escultura de dos metros que hizo pasear por la ciudad. Luego la tuvo en el hall de su casa

En los años que estuvieron juntos —que fueron todos— publicaron: Espantapájaros, Persuasión de los días, Campo nuestro, En la masmédula (él); Voz de la vida, El rumbo de la rosa, 45 días y 30 marineros, Cuadernos de infancia, Antes que mueran, Personas en la sala, Los dos retratos (ella). En el año 45, cuando casi en el final de la guerra Argentina envió tropas militares para apoyar a los aliados, Oliverio escribió un artículo demoledor en contra del oportunismo político que fue considerado por muchos como un apoyo tácito al nazismo. La pareja respondió a las críticas como hacían todo: abriendo el debate, apoyándose mutuamente, estando más unidos.

“A Oliverio lo mató dejar de fumar”, decía Norah. Una noche de 1961 en que él fue al cine —ella se había quedado escribiendo—, lo atropelló un auto, que no se detuvo a ayudarlo. De haber mantenido su vieja costumbre, después de la película se hubiera fumado un cigarrillo y nada habría pasado. El accidente deterioró mucho su salud; murió en 1967, “Me hubiera querido morir cinco minutos después”, dijo Norah.

Murió cinco años más tarde. Antes dejó la casa. O, como dijo Vicente Zito Lima, la casa la dejó a ella: primero se cayó el cielo raso de su cuarto, después el techo del escritorio. Se mudó, pero se ocupó de que la casa y los libros no se perdieran en el avance de las topadoras. María Esther de Miguel, que escribió la biografía de Norah para la colección que dirigía Félix Luna, así lo registra:

“Norah no quiere que esa casa que tanto atesora muera bajo el golpeo de la piqueta. La ofrece al Museo Fernández Blanco, que está al lado, y que depende de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. La Municipalidad acepta, pero los trámites resultan demasiado complicados: se han perdido las escrituras. Nélida Carca, la eficaz acompañante de Norah, toma el asunto en sus manos, localiza el expediente perdido (poder mediante) y concreta la operación. (…) En la primavera de 1970, Norah celebró el ritual de una despedida comunitaria, amical, de esa casa en la cual Oliverio había vivido cuarenta años y ella más de veinticinco. Los poetas Olga Orozco, Enrique Molina, Aldo Pellegrini, Edgard Bayley, Francisco Madariaga, Carlos Latorre, Alberto Rómulo Macció Vanasco; los pintores, Ernesto Deira, Felipe Noé, Norberto Cóppola y viejos amigos del matrimonio compartieron copas, recuerdos y melancolía”.

El Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco linda con la casa de Oliverio y Norah, que en la foto está a la derecha

Durante un tiempo la casa funcionó como una dependencia administrativa. Después la falta de mantenimiento empezó a hacerse presente. En 1992, la onda expansiva del ataque terrorista a la embajada de Israel —a media cuadra— llegó hasta allí. El Museo soportó el impacto mayor y volaron vidrios y balcones, pero la casa de Oliverio y Norah se resintió gravemente. Hoy las autoridades del Museo no se animan a precisar cuánto costaría ponerla en valor, pero entienden que es un trabajo urgente. Solo se puede usar el living, donde se dan talleres de lectura y escritura.

Dicen que las últimas palabras de Norah fueron: “¡Qué dolor!”. Quizá por su cuerpo, quizá por el recuerdo de su marido, quizá por una casa que puede perderse en el olvido.

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