Nunca tuve un tipo; con que fueran más altas que yo siempre me bastó. Me enamoré de tres chicas a lo largo de mi vida y lo único que tuvieron en común son solo dos cosas: fueron mis amigas previamente y nunca me dejaban pasar frío. Mejor dicho, les gustaba que usara sus abrigos, verme en algo que les pertenecía.
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Me di cuenta de que me gustaban las mujeres en la presencia inabarcable de una chica de tan solo doce años. Las dos decíamos que nos interesaba el mismo chico de la clase pero mientras nos pasábamos notitas de banco en banco y ella me agarraba del brazo en el recreo para contarme secretos que ya no recuerdo, mi interés comenzó a trasladarse a su figura larga y sus ojos grises. Todo era una buena excusa para hablarle; yo quería ser su mejor amiga por falta de una mejor palabra. Si a los nenes les gustan las nenas y a las nenas le gustan los nenes, no cabía mucha otra alternativa en la ecuación: me hacía reír, quería pasar horas escuchándola hablar de la música que le gustaba o mirándola dibujar, quería entender a qué se parecían sus miedos y qué escondía en los cajones llenos de stickers de su habitación, por lo tanto significaba que quería de ella la más profunda amistad.
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No fue hasta que empecé a escribir poemas sobre ella (soy poeta, es decir, dedico tiempo de mi vida a crear textos más bien inútiles pero hermosos) y vi el video musical de Hayley Kiyoko, cantante y actriz estadounidense, llamado “Girls Like Girls” que lo supe: esperaba un beso de su parte que nunca iba a llegar, eso era lo que más anhelaba. El beso entonces, desde muy temprana edad, me sirvió para entender y delimitar la distancia entre una amistad y un posible interés romántico. No soy de las que besa a sus amigas borracha por diversión porque desde el principio la idea física de un beso me resultó un símbolo fundacional, a la manera de los símbolos patrios de un país: su bandera, su himno, su dialecto. En mi caso, si me transpiraba la mano cuando me la tomaba, si me encontraba oliendo el perfume que permanecía en las camperas que me prestaba, si medía cuán suave podía sentirse su boca aplastándose contra la mía significaba que ya no quería una amistad. Quería algo más. Esa fue mi forma de declarar patria sobre mi identidad.
Soy consciente de que a simple vista esta experiencia no se diferencie tanto al de una chica dándose cuenta de que le gusta un chico y sin embargo puedo debatir que es completamente distinto. A las chicas nos enseñan a hacernos amigas de otras o en su defecto, a pelearnos y competir, casi siempre, por la mirada de un hombre. En el núcleo de una amistad entre dos chicas en la adolescencia, muchas veces, están los secretos, los temores y las cosas que, en teoría, nunca podríamos decir en frente de un chico ¿Cómo discernir, entonces, entre amistad y amor por otra chica si se supone que seamos la confidente y el sostén más cariñoso de la otra en nuestros años de formación? Por ende, los símbolos patrios de mi identidad.
Y mientras fui creciendo me di cuenta de algo que se repetía en cada lesbiana que conocía: cometemos este error, nos enamoramos de nuestra mejor amiga y durante un tiempo, no tenemos lenguaje para nombrarlo, solo un sentimiento vago de culpa entremezclado con deseo y confusión. Confirmé mi teoría cuando conocí a quien iba a comenzar a marcar mi patrón: una chica dos años más grande que yo de rulos largos y un corazón bueno, amable.
Que las lesbianas nos enamoremos de amigas no significa que sea algo que necesariamente nos sea cómodo, creo que tiene que ver con un instinto de supervivencia, sobre todo en la adolescencia donde el mundo queer es tan reducido y peligroso. Mi segundo amor me había contado acerca de la primera chica que le gustó, me entregó esa confesión y todas las dudas que se desprendían de ella y casi diría (reformulo) que para las lesbianas enamorarnos de amigas también tiene algo que ver con el mundo del lenguaje.
Cuando dos lesbianas se encuentran y charlan sobre las mujeres que les gustan se siente parecido a hallar a alguien que hable tu idioma natal en un país extranjero. Confirmar que hay un argentino en todos lados: algo así se siente. Me habló sobre la primera chica que le gustó y me paré a pensar: ¿por qué no puedo ser yo de quien se enamore? ¿Por qué no podríamos amarnos si ya tenemos tanto en común? Quererla se sintió como una decisión que estaba tomando.
Me enamoré de ella cuando tenía dieciséis y ella dieciocho y sin embargo todas nuestras primeras veces fueron de la mano. No solo teníamos un lenguaje en común, sino una base de la que sostenernos, en la que descubrir el amor. Me concedió algo único y valioso no solo para una primera relación recíproca, sino para un amor que vive en las disidencias: un mundo posible, un mundo que podía ser inventado.
No había reglas. Eso es lo que nadie te dice acerca de las relaciones queer. Las normas sociales se vuelven borrosas porque habitamos una sociedad que no nos toma en cuenta cuando discute sobre cómo debería ser el amor y el sexo. Entonces, de pronto, entre tanta pena y vergüenza, también encontré algo liberador: no había protocolos asignados, maneras de avanzar en el camino del sexo o roles que se basaran en nuestro género. Así que fuimos inocentes y concebimos un amor solo nuestro.
Otro estereotipo dolorosamente cierto para las lesbianas es que nos enamoramos de mujeres que viven lejos. Las personas piensan que porque hay más artistas que se proclaman parte de la comunidad LGBT+ o porque sacaron una película gay que le fue muy bien el año pasado en Netflix, de pronto somos todos homosexuales. Pero la realidad es que seguimos siendo una minoría. Así que no nos voy a culpar por eso: nos enamoramos de quien podemos y a veces esa persona vive a 600 kilómetros de distancia y no hay mucho que se pueda hacer al respecto. La llamada dating pool en inglés (es decir toda la gente disponible para salir) para nosotras las lesbianas termina siendo más un vaso de agua que una pileta. No funcionó. Tenerla tan lejos me dolía y me desenamoraba a la par.
Pero hay algo que siguió en pie y se fortaleció. Una vez te podés enamorar de una mejor amiga, a la segunda ya empieza a ser una buena historia que contar entre birras con amigos pero con la tercera denota un rasgo: el famoso patrón. Me volvió a pasar.
Si mi segundo amor fue un tambalearse entre primeras veces y una sensación de emancipación de las reglas sociales en el amor, ya para la tercera mujer de la que me enamoré me sentí con conocimiento de campo. Eso fue, sin duda, lo más divertido. Porque no solo ya sabía lo que era estar con mujeres, sino que además, ya sabía lo que era empezar a reclinarme más sobre la silla cada vez que contaba un chiste para rozarle el brazo, sabía lo que era salir juntas y estar “tan cansada” como para pedirle asilo en su casa, sabía lo que era desear pero no conocía aún lo que era hacerlo sin el amor como intermediario entre dos cuerpos.
Mi idea era no enamorarme. ¿Para qué? Si me había separado hace unos meses, si no sabía qué tan compatibles íbamos a ser como pareja, si de nuevo estaba en el mismo lugar como un “déjà vu”: éramos amigas y unas amigas ¡fantásticas! No es que tenía miedo de arruinar la amistad, era un tema de desconfianza: ¿y si me enamoraba y ella no? ¿Y si rompía una barrera invisible y de pronto entre un beso y el otro la miraba y me brillaban los ojos, delatores? ¿Y si se daba cuenta y huía?
La cuestión con los estereotipos de las lesbianas no es que sean errados, es que solo nosotras podemos hacer chistes con eso. Nos enamoramos rápido, nos queremos ir a vivir juntas a los meses, hablamos de casarnos hasta antes de decir que somos novias. Es algo que hacemos. ¿Será que entre nosotras no sentimos esa inhibición que sienten muchas mujeres al intentar planear su futuro con hombres? ¿Será que percibimos un tiempo distinto que no está regido por lo que se espera de una pareja heterosexual? No lo sé y como algún espíritu celestial me entregó el don de ser lesbiana, nunca lo voy a descubrir tampoco.
Lo único que sé es que mi tercer amor y mi pareja actual hace años, no huyó. Y a veces cuando nos reímos puedo escuchar el eco de las amigas que fuimos. De ella no pude decidir enamorarme. Se sintió, más bien, como ser tomada por una fuerza de la naturaleza. Recuerdo que fue la primera vez que pensé: tal vez esté destinada a que me pase esto; me enamoré de chicas que fueron mis amigas antes para llegar a ella. Y reforcé una sospecha mía también: esta es mi forma de amar. Me es inherente el movimiento que me lleva de ser amigas a algo más. Nunca lo sufrí; no hay nada que perder, solo un montón de territorio por ganar, por besar.
Quizás no tenga nada que ver con mi identidad si me enamoro de mujeres que fueron mis amigas, porque también tengo muchas otras amigas y no me enamoré de ninguna de ellas. Quizás sea porque así me es fácil enamorarme en un mundo fugaz, cada vez más virtual y brusco: entablando una intimidad y una confianza que me permita ser quien soy, ser amada por eso y asegurarme de que saben en qué se están metiendo. Pero creo que hay algo que une la experiencia de enamorarme de amigas y mi sexualidad como un hilo invisible: la palabra comunidad.
Lo que compartimos la comunidad LGBT+ no son solo las letras de una sigla, sino la certeza temible de confiarle tu identidad a alguien como se entrega un arma. Y así no es como debería sentirse el amor.
Las lesbianas (y me atrevo a hablar en nosotras) queremos enamorarnos con la seguridad de quien no se siente en las trincheras cuando dice “te amo” o “quiero tener sexo con vos”. Por lo tanto, nos refugiamos en quien sabemos que vive y siente como nosotras. Supongo que en ese baile íntimo de cuidarnos, así como sin querer, nos terminamos enamorando. Un error fatal que también es virtud.