Para subirse a un barco como científico se necesitan permisos, acreditaciones y hasta pruebas de supervivencia en el mar. No todos califican. A Pablo Penchaszadeh, director del Laboratorio de Ecosistemas Marinos del Museo Argentino de Ciencias Naturales (Conicet), le sobraban las credenciales para abordar el buque Schmidt Ocean y explorar el fondo del Mar Argentino. Pero a sus 81 años, no tenía la autorización médica para realizar los exámenes físicos.
A veces, las grandes historias empiezan con un mínimo detalle. En este caso, con una letra chica que encontró Daniel Lauretta, jefe de la expedición. El Schmidt Ocean Institute contemplaba la posibilidad de embarcar a un artista, como parte del programa Artist-at-Sea.
La postulación fue sencilla; un dossier, algunas fotos, una propuesta artística, material que Pablo tenía listo después de décadas de trabajo como pintor. Al poco tiempo, llegó un mail que informaba que otro candidato había sido seleccionado.
Hasta que, tres semanas antes de la partida, llegó la sorpresa: «Congratulations. You’ve been selected”.
«¿Hay que pasar algún examen médico o de supervivencia?», preguntó el experimentado biólogo. Y La respuesta fue inmediata: “No, se sube por otra puerta”. «Por primera vez en mi vida junto mis dos pasiones. A mí los colores me salvaron la vida», confiesa el científico.
Lo cierto es que la vida de Pablo Penchaszadeh transcurre entre fórmulas y colores, entre la precisión de la ciencia y la libertad del arte. A los 16 años, mientras muchos todavía buscaban qué hacer con sus vidas, él ya entraba por primera vez a la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA. El mismo año, se anotaba en un taller de arte. Dos caminos entrelazados, el de un científico que también es artista o un artista que nunca dejó de hacer ciencia.
Y 65 años después se subió al buque del Schmidt Ocean Institute para documentar con sus pinceladas una misión científica sin precedentes para la Argentina.
“Me queda todo por cumplir”, expresa sin titubeos a Clarín en una entrevista en la que habló sobre su pasión por el mar y la pintura, del exilio y cuenta secretos de la última expedición que marcó su vida. Y avisa: “No hay un tope para un creativo”.
Entre microscopios y momentos clave de la historia argentina, Pablo fue forjando una vida atravesada por la ciencia, el arte y la resistencia. A los 22, le faltaba una sola materia para recibirse de biólogo. La «noche de los bastones largos», en pleno golpe de Juan Carlos Onganía, cambió todo.
La represión, el exilio forzado de cientos de docentes, la universidad cerrada por tres meses. Su futuro académico pendía de un hilo. Muchos profesores se fueron del país. Pero uno se quedó. Y fue ese docente quien le tomó la última materia para recibirse.
En medio del caos político, se postuló a tres becas: una en Francia, otra en Copenhague y la tercera del Conicet. Sorprendentemente, las ganó todas. “La beca del Conicet se podía postergar. Me fui a Dinamarca, y tuve profesores cuyos textos había estudiado, los habían escrito ellos. Increíble la experiencia”, cuenta el científico.
Pero Penchaszadeh nunca perdió el ancla con su país. Volvió y se radicó durante nueve años en Mar del Plata, donde funcionaba un Instituto de Biología Marina interuniversitario. Fue el primer biólogo marino del país en obtener una beca del Conicet.
Pero como tantas mentes brillantes de la época, la dictadura lo empujó al exilio. El secuestro de la decana de Humanidades de la Universidad Católica de Mar del Plata, María del Carmen Maggi, en mayo 1975 fue la señal que le avisó que tenía que irse, lo que finalmente concretó después del golpe militar.
“Tenía 30 años, mi mujer una panza de siete meses y teníamos otros dos hijos. Me decían: ‘Te tenés que ir, vos no sabés lo que pasa acá’”, recuerda. El destino lo llevó a Venezuela, donde fue recibido como un hijo por la Universidad Simón Bolívar. Allí pasó veinte años. “Formé gente, dirigí institutos. Amé tanto a la universidad como la universidad me amó a mí”, dice conmovido.
–¿Tuviste que dejar todo durante la dictadura a pesar de trabajar en el campo de la ciencia?
–Dejar, no. Me dejaron a mí. Cuando fue el golpe, intervinieron todo y a mí me ponen en una lista y me echan junto a una cantidad de gente. Me tuve que ir y estoy para contarla. Luego, pasó que la misma gente disolvió el instituto de biología marina en el ’77. O sea, se dejó de tener una institución universitaria que se dedicara a las ciencias del mar. En cambio, crearon el Instituto Nacional y de Investigación de desarrollo pesquero. Nosotros hacíamos biología marina pura y este ente da los permisos de pesca. Desarmaron la academia de ciencias del mar. Se volvió a armar más tarde, pero no fue interuniversitario.
Penchaszadeh es una de las figuras clave en el desarrollo de la investigación marina en Argentina con alrededor de 300 publicaciones entre artículos científicos y libros. Desde su llegada al Museo Argentino de Ciencias Naturales, no solo fundó el laboratorio de ecosistemas marinos desde cero, sino que también formó generaciones de investigadores y dirigió campañas oceanográficas pioneras. «Le pedí guita a la Fundación Antorchas y me equiparon un laboratorio», cuenta.
La primera gran oportunidad llegó con el barco Puerto Deseado, que durante años fue operado por la Marina sin fines científicos. “Un día en una reunión del Conicet nos comentan que el Puerto Deseado va a estar por primera vez al servicio de la investigación marina… abrí grande los ojos”, recuerda.
A pesar de sus dudas iniciales, aceptó el desafío de liderar la primera campaña científica a bordo, experiencia que marcó un antes y un después en su carrera. A lo largo de los años, otros colegas como el Dr. Guido Pastorino tomaron el timón de las expediciones de 2012 y 2013.
La campaña de este año fue distinta. El nivel técnico, humano y colaborativo dio un salto notable. “La diferencia es que vas a un hotel de una estrella y de golpe te meten a uno de cinco estrellas”, dice. Lo mejor de lo que te puedas imaginar para que te ayuden a hacer tu investigación. Yo me quedé enamorado de la gente de la tripulación”, confiesa.
Ese entorno de excelencia se completó con una propuesta inesperada: un concurso internacional para seleccionar a un artista a bordo, que retratara con una mirada sensible y creativa semejante experiencia científica.
Penchaszadeh había enviado su postulación con un dossier de obras y una propuesta, pero no había sido elegido. Hasta que, tres semanas antes de embarcar, recibió un correo: «¡Congratulations! Ha ganado el concurso de artista a bordo». No dudó un segundo. “Yo no pregunté por qué iba. Tocaba el cielo con las manos”, describe. Nada le iba a impedir subirse a esa travesía que mezcló sus dos mayores pasiones; la ciencia y el arte.
–¿Qué retrataste en el barco?
–Primero, no soy figurativo. Yo no pinto estrellitas culonas, pulpitos dumbo. Yo me inspiro de cosas y pinto, me inspiro del mar y pinto el mar.
–¿Qué te inspiró en el Schmidt?
–Tenía que pintar un cuadro para el Schmidt (SOI) para una sala de exposición en Seattle, Washington. Llevé cinco bastidores de 50×70 de máximo, pero estaba con un mambo, tenía una energía a bordo que no se podía creer. A los diez días ya había pintado los cinco cuadros. ‘Me muero porque quiero pintar más’, pensé. Ya me había hecho amigo de varios de la tripulación, sobre todo de un finlandés amoroso que me preguntaba siempre qué necesitaba. “¿Sabés que necesito? Que vayas a la basura y me traigas trozos que pueda pintar, de madera, de envase”, le dije. Me trajo hasta una tapa de inodoro. Ahí pinté como cuatro cosas, y después ya había terminado y faltaban días. Una de las chicas que se encargaba de la impresión 3D en el barco viene con un rollo y me dice: “Usá lo que necesites”. Hice 58 chiquitos. Estaba sacado.
–¿Alguna vez te sentiste tan inspirado?
–Sí, sobre todo en mis exposiciones, me contagio a mi mismo. Pinté 58 trozos de tela que yo los llamé ‘blue touch’ y le di uno a cada investigador con mi firma atrás y a cada uno de los tripulantes que eran 35, desde el capitán hasta la camarera. No me quedé con ninguno. Al Schmidt le dejé un cuadro. Otro le regalamos a Daniel Lauretta firmado por todos los científicos, otro a Guido Pastorino para que esté en nuestro laboratorio y otro a Cristina Damborenea, doctora del Museo de La Plata que es la que hizo un increíble trabajo de impresión de un catálogo con 330 páginas de todos los bichos que alguna vez nosotros encontramos en la profundidad. No me quedé con ninguno.
–¿Te quedó algo pendiente por cumplir?
–Todo. No hay un tope para alguien creativo y, aparentemente, soy un creativo tanto en ciencia como en arte. Para nadie pero para el creativo menos. Pienso seguir siendo, y diciendo lo que pienso, apoyando la investigación científica. Si hay algo de lo que estoy orgulloso es de haber contribuido a formar cuatro generaciones de científicos que estuvieron a bordo del buque. Eso quiere decir que se respetó a la gente, que se la estimuló, que se la formó, que respondieron con su dedicación y genialidad. Cada uno distinto, sin cartelito. Nunca jamás vi un grupo tan solidario como este.
–¿No se genera un vacío después de semejante logro?
–Claro que sí, a todos los que estuvimos embarcados. Algunos están hiperactivos, no saben cómo parar. A mi también me costó, me levantaba a las tres de la mañana con los ojos grandes, y me ponía a retocar las fotos que van a ir al collage. Ojalá que esto contribuya a que haya un presupuesto nacional para la educación pública y las universidades públicas que son señeras en la formación del argentino. Sin presupuesto no hay universidad, no hay investigación científica y no se impide la partida de los más jóvenes. Estamos en la puerta de la destrucción del sistema científico y educativo público. Yo no creo que merezcamos esto.
La obra maestra
El último día de la campaña, cuando se preparaba la cena de despedida y el capitán iba a decir unas palabras, Pablo tuvo una idea. Se acercó al capitán, un inglés de 34 años, y le dijo: “Estoy armando un collage con las fotos de las obras, por favor, no tuve tiempo de sacarle fotos a un montón, sobre todo a las de la tripulación. Que cada uno saque una foto y me lo manda”.
A los dos días, el biólogo le mandó un agradecimiento y un borrador del collage que estaba diseñando en su computadora. El capitán solo respondió con un “Fantastic”, pero un par de horas después llegó un nuevo mensaje: “Si usted quisiera entregarnos el collage lo ponemos en una pared del barco”.
No era cualquier pared, era la del buque del Schimdt donde pasaron tres semanas inolvidables. Pablo no dudó, le pidió las dimensiones y, con su diseñador gráfico, terminó la obra: un collage de 1,60 por 1,20 metros que va a quedar colgado como parte de la memoria visual de ese viaje único. “Eso va a quedar en el barco”, dice con orgullo.
Pero más allá del arte, la ciencia o el reconocimiento, Pablo cierra con una declaración tan honesta como conmovedora: “Los cartelitos no son para mí. Uno es una persona, no es un cartelito. Con muchas pasiones, con interacción, con discípulos que son hijos míos de alguna manera, porque yo los quiero muchísimo. Tengo mis propias tres hijas, divinas y tengo siete nietos que adoro. Y tengo mi gata Lola, que es la que me estuvo esperando”, cierra el científico de 81 años.
MG