viernes, 18 julio, 2025
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La nueva historia de Marcelo Birmajer: La cuenta

La reaparición de Mark no puede ser descripta por alguna de las metáforas al uso. Bashevis Singer diría que se trataba de un resucitado; Maugham, acudiendo a alguna viñeta hindú, quizás hablaría de una reencarnación. Yo no encontraba comparativos.

Habíamos dejado de vernos hacía de más de cuarenta años -más tiempo incluso del que el pueblo hebreo peregrinó en el viaje iniciático en busca de su tierra-; pero había escuchado hablar de él frecuentemente, y lo recordaba como si nos hubiéramos visto cada tanto.

Fuimos amigos. Le puse Mark porque se llamaba Marcos; y aunque era yo, y no Marcos, quien leía Mark de Robin Wood en el D´Artagnan de Columba, me gané el apodo de El Mutante, como el amigo del protagonista.

Luego nuestras existencias divergieron.

Se apareció en uno de mis lugares de trabajo, de improviso. Me costó reconocerlo, pero cuando pronunció “Mark”, el pasado se materializó entre nosotros como la escenografía perfecta de una obra teatral. Quería contarme una historia.

Yo sabía, por los relatos de conocidos en común, que se había dedicado a la pesca artesanal en una embarcación decorosa, que vivía muy bien y viajando por el mundo. Finalmente se había terminado pareciendo a un personaje de historieta. También que Javiera, su esposa de facto, era interesante, sensual y atrevida. Una pareja de aventureros. Pero ella lo abandonó. En alguno de los puertos no volvieron a zarpar juntos. Mark capotó. Se dejó estar. Engordó, se olvidó de sí mismo, perdió el barco.

A duras penas otro de nuestros compañeros, Satanás -se llamaba Abelardo, pero le puse Satanás por un cuento de Abelardo Castillo y porque era el más atorrante de todos nosotros-, logró asilarlo en un hotel barato que regenteaba en la última frontera del Once, para desahuciados y mujeres de alquiler. No hago parábolas literarias cuando informo que Satanás murió en el hundimiento de un barco carguero a Chipre. Nunca supimos cómo ni por qué. El hotel quedó sin dueño y ocupado por malandras.

Pero como si una tragedia compensara otra, Mark conoció a Ximena, se recuperó.

Ximena era una mujer divorciada y más joven que Mark. Plantada en su vida con la presencia y belleza de la palabra señora. Aquella “señora” que Serrat familiarizaba en su canción y Cacho Castaña erotizaba en la suya, adquiría en Ximena la medida justa del amor sensual.

Aparentemente Ximena había escuchado hablar de Mark y su barco; quería pescar y viajar. Ella misma poseía un pequeño velero y precisaba un capitán.

Aquella secuencia sólo podía ser descripta como un milagro; sin embargo, Mark agitó la cabeza negativamente.

-No lo creas -me contradijo-. Todo lo contrario. Satanás me ofreció venderle el alma, cuando yo todavía no había ni oído hablar de alguna mujer llamada Ximena.

A punto de exclamar “no entiendo”, me salvó mi permanente conciencia de ser un palurdo, y no querer exagerar al respecto. Mark continuó:

-En la desesperación de haber perdido a Javiera, firmé con sangre el pacto. Un mes más tarde apareció Ximena en mi vida, había escuchado hablar de mí, supuse que a través de Satanás.

“Tenía el barco”, repitió Mark, y siguió:

“Ese cuerpo me rescató. De la mano de su voz, de sus delicias, volví a pescar, a navegar, a ser. Nunca imaginé la esperanza de un nuevo amor. Sucedió”.

-Desde niño me interesaron los pactos con el diablo -confesé-. En Isidoro, en Patoruzú, en la tele o en el cine. Sobre todo el pacto. Pena que Robin Wood no haya escrito la historieta del Demonio. Releo Las Vísperas de Fausto, El relojero de Fausto y las historias desaforadas de Bioy Casares dedicadas al rubro. Recientemente leí el Dr Faustus de Thomas Mann. Una de las cosas que más me atrae es que los discípulos son peores que Belcebú. Si pensás en los humanos a los que consideramos demoníacos, siempre son peores que el propio Satán.

-En algún momento, en la plenitud de nuestro amor, Ximena quedó embarazada -desestimó Mark el inciso del Mutante-. Eso me asustó. Me preocupaba cuál sería el efecto sobre mi hijo, cuando Satanás me cobrara mi parte, un pago que no terminaba de entender en qué consistía. Pero cuando le pregunté a Satanás, me explicó que Ximena no era obra suya. Finalmente, no había puesto en funcionamiento el pacto. Pese a mi firma, lo había dejado sin efecto.

-¿Por qué? -reaccioné-.

-Porque éramos amigos.

-Un verdadero milagro. Sin deudas pendientes.

-Podría haber sido -aceptó Mark-. Pero un tiempo después de saber que ella no era la concesión de Satanás, y que no debía mi alma por la suya, me desenamoré. Me faltó el deseo. Ximena lo notó de inmediato. La pareja agonizó hasta que me bajé en un puerto. Ahora vive con mi hijo Matías. Ximena tiene algún que otro novio. Eso sí que es un infierno para mí.

Bebió de su pequeña botella un breve sorbo de agua antes de recapitular:

-Alguna vez escribiste que en distintas partes del mundo, al terminar de cenar la cuenta se pide de distintas maneras. Pero que en todas partes te la traen. Permitime acotar: sólo hay algo peor, que no te la traigan.

-No entiendo -no pude evitar decir esta vez-.

Tampoco yo -se apiadó Mark de El mutante-.

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