Después de ver y de escuchar el bochornoso comportamiento de estos últimos días dentro y fuera del Congreso de la Nación, supuesta sede de nuestra supuesta democracia, quisiera recordar aquel Señor de la cultura universal que fue Rafael Squirru, a cien años de su nacimiento.
Decir que Rafael (23/03/1925 – 5/03/2016) fue un brillante crítico de arte es indudablemente cierto pero reductivo: fue un intelectual multifacético, campeón de la cultura en todas sus manifestaciones. Sólidamente enraizado en la tradición hispanoamericana y anglosajona (su bilingüismo le permitió la traducción del Hamlet y La tempestad al castellano), había además asimilado la Biblia (leída de punta a punta varias veces en varias versiones), el Baghavad Gita y el I Ching. Al Martín Fierro lo sabía de memoria y lo citaba en su cotidianeidad y en su escritos. Su extensa biblioteca llegó a contener varios miles de volúmenes en varios idiomas. Amante de la música y del tango, sostenía con su característico tono irreverente que Cambalache debería ser nuestro himno nacional.
En estos tiempos de grosería institucionalizada (las palabrotas en la boca de casi todos los periodistas televisivos, del mismo presidente y de sus representantes en el recinto son solo un ejemplo) no puedo sino constatar la decadencia de nuestro medio con respecto a ese faro que es la cultura, cada vez más descuidada por quienes deberían sostenerla y dar el ejemplo. Rafael la tenía clara. Dejemos que nos lo recuerde él mismo:
“Cuántas veces me habrá tocado escuchar que ‘mal se puede destinar fondos a la cultura cuando faltan sábanas en los hospitales!’ A primera vista, la reflexión parece sensata y sin embargo, no creo menos sensata mi respuesta: sin cultura, no habría hospitales. Y si nuestros cuerpos requieren atención a nivel fisiológico, también lo requieren nuestras almas a nivel espiritual. El alimento que proveen las actividades culturales debe, cuando menos, marchar parejo con las de la inmediatez si pretendemos un desarrollo armónico de nuestra personalidad. Y si bien sería errado predicar la salud del alma en un cuerpo enfermo, no lo es menos el predicar un cuerpo sano en un alma desnutrida de su justa proteína espiritual.”
Entre sus artículos para LA NACION, nos encontramos con el Rafael filosófico y profundamente religioso cuando analiza el Ricardo III de Shakespeare (próximamente en el Teatro San Martín protagonizado por Joaquín Furriel) bajo una luz cristiana:
“Lo que muestra Shakespeare es la derrota y la aniquilación de esa conciencia de la no-conciencia, de esa conciencia que con pretensión de novedad hace retroceder a la humanidad a la edad de las cavernas. Nadie pretenda divorciar a la conciencia humana de esos valores de la ética que predicara con sin par autoridad el protagonista de los cuatro Evangelios. Todo poder divorciado del recto principio del bien común es locura y conduce inevitablemente al fracaso y a la destrucción. El reino de lo expeditivo nunca puede justificarse a expensas del reino humanista. La Verdad, la Bondad y la Belleza siguen siendo las metas de una conciencia esclarecida y a ellas no escapan ni gobernantes ni gobernados.”
Ya había predicado en juventud su Filosofía del Hombre Nuevo con su amigo poeta Fernando Demaría, en la cual propone superar las antinomias argentinas (derecha/izquierda, peronista/antiperonista, etc.) y en cambio sentirse “hermanado con la especie toda en un destino común, buscando añadir su aporte, cualquiera sea la modestia del mismo.” Amigo del peronista Leopoldo Marechal y del comunista Antonio Berni, desde la revista Demos, Rafael ataca “la vieja conciencia” ya sea por parte del peronismo demagógico como de la Argentina reaccionaria de unos pocos privilegiados, en la cual “sobran galeras y faltan cabezas inteligentes que justifiquen su contenido”, aquella “de tanto vejete tilingo en actitud de estatua que busca emular, olvidando que nuestros grande hombres fueron gente sencilla sin tiempo para ensayar posturas frente al espejo.”
Fiel a su vocación pedagógica, advierte que ciertas características negativas las llevamos todos los argentinos dentro de nosotros “cada vez que sentimos la tentación de comportarnos como ‘avivados’, en cada estudiante que quiere aprobar una materia sin estudiar, en cada obrero que quiere que le paguen un jornal sin trabajar, en cada comerciante cuyo negocio es la estafa.” Propone una nueva conciencia en cada argentino, un Hombre Nuevo que “no confunde al pueblo con el corrompido vago que elude su trabajo y su responsabilidad, en cualquiera de las escalas sociales donde puede encontrarse.”
Inmersos como estamos en la nueva cultura de la no-cultura, recordar a este coloso argentino que dedicó la vida a intentar esclarecer la diferencia entre lo que vale y lo que no, es un deber, un llamado de atención y una invitación a la esperanza. No nos demos por vencidos, como decía Rafael mismo citando a Almafuerte, “ni aún vencidos”. Especialmente para quienes estamos en el vapuleado mundo de la docencia y de la educación, la figura de Rafael Squirru nos da el aliento necesario para seguir adelante. “La consigna,” repetía siempre, “es no aflojar.”
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