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Es fácil decir que este sitio es un accidente geológico, un capricho del tiempo y la erosión. Es fácil decirlo, sí, pero después uno lo ve y la explicación se vuelve insuficiente. No hay manera de prepararse para esto: venimos avanzando por el altiplano salteño, cruzando formaciones de piedra negra y matas doradas que sobreviven donde la vida parece un error. A lo lejos, el Llullaillaco, el volcán que guardó a los Niños de Llullaillaco durante cinco siglos, sigue ahí, en su indiferencia milenaria. El Antofalla, más bajo pero igual de solemne, recorta el horizonte en otro frente. Atravesamos un cañadón y reaparece el salar de Arizaro, una llanura interminable que, de pronto, tiene una anomalía.
Desde lejos, el Cono de Arita es un artificio. Un triángulo casi perfecto, de un marrón oscuro, plantado en medio del salar como si alguien lo hubiera dejado, adrede, ahí. Uno espera, por un momento absurdo, que al acercarse se noten las costuras, que algo delate el truco. Pero no. La estructura sigue ahí, intacta en su improbabilidad.
Esta formación irrumpe en el Arizaro, el sexto salar más grande del mundo y el segundo de Argentina, con una extensión de 1.600 km2. Su nombre proviene del kunza, combinando “haâri” (cóndor) y “ara” o “aro” (alojamiento), lo que se traduce como “dormidero del cóndor”. La historia cuenta que esta planicie era una ruta de paso para el ganado que se trasladaba desde el Valle de Lerma hacia Chile, y los cóndores sobrevolaban el salar esperando por aquellos animales que no lograban completar el trayecto. También es un suelo rico en minerales como sal, mármol, hierro, cobre y ónix, lo que se convirtió en un llamador para diversas -y numerosas- explotaciones mineras que se instalaron en la zona.
Federico Norte -el experimentado guía y dueño de Norte Trekking- nos trajo por un camino distinto, por arriba, por el acceso que usan los mineros. La mayoría de los visitantes lo ven desde abajo, desde la planicie blanca, y la perspectiva cambia todo: desde aquí se siente su soledad absoluta, el despropósito de su existencia en medio de la nada.
Bajamos de la camioneta y el viento nos golpea como si el desierto quisiera despertarnos. No hay nada que haga ruido, salvo nuestros pasos sobre la tierra seca. El Cono tiene 150 metros de altura: casi lo mismo que la pirámide de Keops, con la diferencia de que este nadie lo construyó. O sí, pero no alguien: el tiempo, la erosión, el movimiento de la corteza terrestre. Un proceso de millones de años que lo dejó así, como una cicatriz invertida.
Pero la historia del Cono de Arita no es solo geológica. Desde hace siglos, las comunidades andinas lo consideraron un sitio sagrado. Algunas teorías sugieren que pudo haber sido un centro ceremonial antes de la llegada de los incas, un lugar de rituales que, al igual que el Llullaillaco, conectaba lo terrenal con lo divino. Su presencia en medio del salar sigue pareciendo un diseño más propio de la mitología que de la casualidad geológica. Su forma perfecta, su aislamiento, su misterio: todo invita a pensar en algo más que rocas y tiempo.
Le escribo a Iván Petrinovic, geólogo e investigador del Conicet, que algo de esto sabe. Me responde con un mensaje escueto, pero revelador: “El Cono de Arita es un paisaje muy raro”. No hace falta que lo jure. Explica que la zona está llena de volcanes antiguos y que el salar, de alguna manera, se lo tragó. “Lo que vemos es la erosión que ha bajado: la superficie del salar estaba en la cumbre del cono”. Es decir, lo que parece una elevación es, en realidad, lo que quedó de una bajada. “Son esas cosas raras de la erosión, vaya a saber por qué”, agrega. Uno esperaría una respuesta más concluyente, pero quizá la gracia sea esa: que ni siquiera los que saben del tema pueden explicarlo del todo.
El sol se cae lento y la luna aparece sobre los cerros. Los colores mutan: el salar blanco empieza a teñirse de un violeta pálido y el Cono se vuelve aún más negro, más ajeno. Volvemos al pueblo en silencio, con la certeza de haber visto algo que no debería estar ahí, pero está. El desierto guarda secretos que ni el tiempo se toma el trabajo de explicar.
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